Logroño, febrero de 2014

Lola
era menuda. Más risueña que morena o al revés, según la ocasión.
Morena, menuda y risueña. Cada tarde, a mi llegada, sus infantiles
pasos se hacían carrera por un pasillo estrecho para, al fin,
echarse en mis brazos y relatarme sus aventuras cotidianas. Unas
veces contenta, otras callada, su mirada buceaba en mis ojos mientras
me decía que ese día también se había acabado toda la comida del
plato. Reclamaba así su premio, ese que inventé especialmente para
ella. Entonces, yo la alzaba entre mis brazos y ella estiraba los
suyos, hasta llegar a acariciar el techo con las manos. En ese
momento, en el fugaz roce de sus yemas contra el yeso, Lola era
inmensa y feliz. Lo era.
Su
pequeña estatura la anclaba a un suelo que acostumbraba a ser
uniforme, y el escaso metro de zócalo que quedaba a su alcance le
resultaba aburrido por conocido. Las paredes del piso de acogida la
asfixiaban a diario al oprimirla con su verticalidad. Lola no
comprendía por qué vivían allí. No entendía por qué mamá se
callaba tantas veces unas lágrimas que susurraban miedos al hablar,
saladas, desde el vértice silencioso de una mirada triste.
Durante
los escasos meses que pude compartir con ella traté de salvarla de
un devenir previsible, impuesto por circunstancias adultas tan ajenas
como angustiosas. Aleatorias como la vida, las incógnitas de su
presente y su futuro no hacían esperar ningún resultado positivo.
Lola era, sin saberlo, la parte más maltratada de la ecuación.
- Gracias,
Olga. - dijo al encontrarnos, años más tarde, durante uno de
tantos paseos.
- ¿Gracias?
¿Por qué? -pregunté ignorando los motivos de tan extraño saludo.
- Por
nuestros techos. -contestó- Por todo. Por ayudarme a crecer al
enseñarme a soñar.
"¡hasta el techo!" por lisardo díez llamazares se encuentra bajo
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