Microrrelato presentado al VI Concurso de Relato Breve "Relatos con Zapatos" convocado por la Fundación Cajarioja
Arnedo (La Rioja) 2013
Supongo
que nací sin zapatos. No conservo ninguna fotografía que pueda
hacer pensar lo contrario. Mis primeras apariciones en el escenario
de este mundo se produjeron, al parecer, calzando unos patucos de
hilo de un blanco inmaculado. De eso sí que hay alguna imagen en ese
álbum familiar que mis padres guardan en su casa.
Aunque
he visto cientos de veces los retratos iniciales de mi niñez, sigo
sin poder recordar qué vestían mis diminutos pies durante esos
meses que los bebés pasan entre la cuna y los brazos de mamá y
otras personas. Intuyo que no se necesita nada especialmente
resistente para unos pies que aún no caminan. Así suele ser.
Y
entonces llegaron a mi vida unos zapatos cedidos -no sin cierta
desgana- por mi hermano mayor, en metáfora perfecta que me regalaba
las patadas que probablemente él mismo me habría dado si dar
patadas a un niño fuese política o fraternalmente correcto.
Desconozco su particular opinión al respecto.
Poco
antes de mi primer tropiezo llegó ese primer paso que papá no pudo
inmortalizar en vídeo. No sé si fue por estar demasiado ocupado, o
porque en aquellos años no existían cámaras de vídeo asequibles
para una típica familia de la típica clase media.
Vamos,
lo típico. Te empeñas en dar todo lo que hay en ti, para por fin
colocar tu cuerpo en vertical y lanzarte a la aventura de andar, y
entre el público no hay siquiera unas manos que rompan en aplausos.
Esas manos sólo llegan para levantarte de la alfombra tras los dos
pasos y medio que estrenan tu nueva condición de caminante.
Por
lo visto, y a juzgar por las palabras que verbalizaban un cariño
materno seguramente nada objetivo, a partir de ese momento me
convertí en la atracción del hogar. Cada una de mis caídas era
acogida con ternura y esas habituales voces adultas distorsionadas
por los ecos de una aún reciente paternidad: Veeeeeeengaaaaaaa,
otro pasiiitoooooo...
Al
año siguiente, cuando el tamaño del salón resultó ser inadecuado
para colmar mis infantiles curiosidades, el pasillo pasó a ser mi
pista de entrenamiento. Un pasillo largo, estrecho y amenazante,
repleto de obstáculos en forma de macetas, perchero, paragüero o
felpudo. En ocasiones, incluso, mi descalabrado trote era
interrumpido por choques accidentales contra obstáculos móviles con
cuerpo de hermano o disfrazados de madre atareada que salía de las
habitaciones sin mirar. Todos me decían que dejase de correr, que en
casa no se corre, que parase quieto... lo cierto es que nunca me
apeteció obedecer sus órdenes ni sus censuras.
Poco
a poco mi estilo de carrera doméstica se fue depurando, haciéndome
merecedor de unas zapatillas deportivas nuevas. Sin estrenar. Sin
trámite alguno de herencia. Sólo mías. Mías para mí. Tan mías
como sus cordones grises, cuya exagerada longitud se convertía en un
reto recurrente al inicio de cada día.
Fue
mi madrina quien, con una especie de juego, me enseñó a anudar esos
cordones. Doble lazada, todo un compendio del saber que, al
principio, asombró a los demás niños del parvulario. Ellos -según
tengo entendido- corrían menos que yo y sí que paraban quietos en
sus casas; acaso sus pasillos fuesen largos y estrechos remansos de
tranquilidad sin carreras de fondo.
Pronto
el doble nudo se convirtió en la norma del recreo, y la novedad se
fue diluyendo a medida que mis pies crecían y demandaban otras
experiencias en nueva tierra que pisar. Y más nudos en más
cordones.
Para intentar dormir por las noches, combatiendo la ausencia de calefacción en la casa del pueblo, mis pies solían abrigarse al calor de un fuego granate de lana. En su femenina paciencia, mi abuelita Tina tejía patucos para todos sus nietos. Yo la ayudaba al resucitar algunas prendas viejas en nuevos ovillos, y su peculiar forma de agradecer mi más que limitada colaboración consistía en regalarme esos pares de patucos rojos con mayor frecuencia que al resto de mis primos, siempre de la exacta medida de unos pies que añadían milímetros sumando hojas del calendario.
Al
llegar la primera comunión descubrí lo desastrosamente horribles
que pueden llegar a ser los mocasines negros en los pies de un niño.
Por suerte para mí, las sucesivas comuniones que siguieron a la
primera siempre caían en domingo, y así sólo uno de cada siete
días mi indomable personalidad era conducida temporalmente al redil
de los mocasines, los calcetines de hilo (mismo hilo blanco de
aquellos pretéritos patucos), y unos pantalones cortos que nunca
llegué a adivinar si lo eran por moda o como reflejo de una
depauperada economía familiar.
Por
extrañas paradojas de un destino caprichoso y bromista, esa misma
semana llegó a mi vida un invento que desterraba al pasado los
dobles nudos y cordones grises de mi más reciente historia personal.
El cierre con velcro de unas zapatillas blancas fue el mejor antídoto
contra ese tedioso negro de los zapatos de los domingos.
A una
infancia de no parar le sobrevino un creciente sosiego de juventud.
Madurez y cansancio a partes iguales, creo. Y, aunque de modo menos
impulsivo que hasta entonces, continué caminando.
Comencé
a disfrutar de pasos dados sin un destino previsto. Lentos paseos por
las calles, o en plazas vacías de cualquier ciudad. Pasos
improvisados que, al chocar contra el suelo, sonaban arrastrados o
ágiles, según fuese el momento. Sobre todo, según fuese el ánimo
y el ritmo del latir de mis propios pies.
Todavía
hoy, sea por terapia o necesidad, suelo quitarme los zapatos para
sentir en la piel las certezas vitales de textura y frío de
adoquines. Caminar descalzo por una ciudad vacía me hace sentir a
gusto conmigo mismo. Caminar descalzo por una ciudad llena de gente
hace que te tomen por loco. En resumen, y por acercar posturas,
camino descalzo conmigo mismo y con mis mismas locuras.
Cada
paso dado, desconocedor de su real importancia, se suma a todos esos
pasos ya consumidos que alguna vez me llevaron a lugares tan
inciertos y remotos como deseados. Moviéndome en caminos
frecuentemente equivocados, siempre existirán otros pasos que, al
desandar mis errores, corrijan rumbos para prevenir reproches.
Tengo
la no pretendida y extraordinaria suerte de recordar cuantos pares de
zapatos o zapatillas han abrazado mis pies en los momentos más
especiales. Zapatos que se ensuciaron durante una fiesta o la pisaron
a ella al bailar. Zapatillas para conducirme a solas, mientras
respiro calma de amaneceres. Botas de trabajo pisando bosque y
riberas. De la niebla de otoño a los soles de agosto, mojados de
lluvia y rocío, mis pasos indagan lunas en el reflejo acuoso del sur
de mis ojos. Zapatos que, hechos de abandono, vagan barrios desolados
en la incierta búsqueda de paraísos plurales.
Llegado a casa, unos pies cansados deambulan rendidos. Caen gotas de
tarde sobre la alfombra hasta inundar de noche todos los rincones, ya
casi llenos de oscuridad y vacío. Y las horas se desgastan entre
ruinas de presente.
Vendrán
futuros. Quedan vidas por venir. Vendrán, para fabricar mis anhelos,
esos días sin curtir que todavía hoy no existen. Sucesivos pares
aún por estrenar. Caminos multiplicados en los que aleatorias
huellas, hechas de suelo, sonarán canciones improvisadas en
partituras de asfalto.
El
mar que me sostiene, ese mismo que me ahoga, susurra al alma palabras
de arena y latidos de sal que van muriendo en la orilla. De todas las
playas recorridas -pienso- siempre la mejor es la siguiente, esa que
aún está por descubrir. Sueño que duermo. Enterradme descalzo.
Quiero caminar, desnudo, cada recuerdo de mis varios cielos...
"caminos gastados" por lisardo díez llamazares se encuentra bajo