(Parte del capítulo inicial del relato "quiero que me veas llorar", escrito como terapia del alma allá por 2004)
1.
He soñado. Y no se puede decir que el
mero hecho de soñar sea algo importante en sí mismo, pero sí lo es
cuando no se hace durante meses o, si se hace, al llegar el día no
recuerdas haberlo hecho. Supongo que hay muchas situaciones en las
que resulta difícil saber si algo ha sucedido, quisieras que hubiese
sucedido o, también, sí que ha sucedido pero tú mismo no has sido
consciente de ello. Da igual. Ahora mismo me siento bien porque sé
que he soñado, a pesar del propio sueño, a pesar de los
remordimientos, a pesar de las lagunas que se me presentan en algunos
pasajes al intentar recordarlo; a pesar de que mi empeño por
intentar describirlo no alcance a mostrar todos los detalles
particulares ni la esencia misma que hace que para mí sea un sueño
especial y, aunque recurrente, distinto.
Estoy caminando por un laberinto de
paredes altas y verticales que impiden ver lo que hay más allá,
aunque algo hace presagiar que no hay nada más allá, sólo hay más
de lo mismo, todo es laberinto. Estoy en un laberinto con un suelo
enlosado y húmedo sobre el que crece, cuando encuentra una pequeña
grieta, algo de hierba que consigue dibujar una cuadrícula
imperfecta de piedras que se deslizan ante mí o sobre las que, más
bien, deslizo unos pasos lentos, repetidos, apagados. En los charcos
se refleja el cielo que hoy, de puro gris, parece querer caerse del
todo y dejar de estar a su nivel, como si quisiera bajar aquí y
aplastar todo lo que encuentre en su descenso, incluyendo las
paredes, la escasa hierba, y a mí mismo.
No hay pájaros o, al menos, no se
escuchan. No hay ningún indicio de vida ruidosa que me permita
ubicar este escenario. Decido seguir recorriendo los pasillos para
cerciorarme de que me encuentro solo, para agotar todas las opciones;
para, tal vez, no arrepentirme nunca en un futuro de no haberlo
hecho, de haberme rendido.
Se escucha una voz que dice que esto es
lo que hay, que esta desconcertante simetría es el único mundo que
me corresponde, que afronte la realidad de suelos mojados, paredes
infranqueables y cielos desafiantes. Me planteo esa posibilidad, y
ese planteármelo dura algo así como un segundo, no más. Me niego a
creérmelo. Me niego a pasar el resto de mi vida viendo crecer y
agostarse unas hierbas raquíticas en cualquier caso; me niego a ver
cómo se forman y se deshacen charcos inconsistentes ante mis pies
descalzos; me niego a quedarme mirando ese cielo desde aquí; me
niego a sentarme y dejar que pase el tiempo; me niego a dejar que
pase el tiempo y sentarme.
Y entonces me elevo sobre los muros,
flotando con una sensación de alivio interior que no repara en que
cuanto más ascienda más dolorosa sería una más que probable caída
– a fin de cuentas, es la primera vez que vuelo –, siento esa
inseguridad que me late en el cuello y que me hace temblar. Pero no,
no caigo al suelo, y ya he sobrepasado la parte alta de los muros y
puedo indagar nuevos paisajes a mi alrededor.
No
hay elementos que me permitan orientarme aunque, bien pensado, eso no
importa porque ni sé dónde estoy ni hacia dónde ir. Recuerdo ese
cuento de Ícaro que nos hicieron leer en la escuela. A sabiendas de
que rompe con lo establecido, de que desbarata planes impuestos de
antemano por alguien externo a él mismo, a pesar de implicar algún
rasgo de suicidio premeditado o, más bien, resultado de muerte
consentida, Ícaro no duda en su empeño por escapar de la seguridad
del laberinto; una seguridad que no aporta nada, salvo esa seguridad
de sentirse a salvo de un mundo exterior que desconoce y no duda en
suponer peligroso. Hace años que lo leí y lo entendí, pero sólo
en este momento significa algo para mí, porque ahora soy yo el que
se niega a una existencia acomodada a unas reglas que no quiero
obedecer.
¿Dudó
Ícaro sobre lo que iba a hacer? ¿Cuánto duró esa lucha entre sus
deseos de algo y su miedo a lo desconocido? ¿Dudó Ícaro porque él
no había leído su cuento en la escuela?
Seguramente esa duda, que se hacía más
real a medida que se acercaba el momento de escapar, siempre estuvo
ahí dentro, porque el fin último del laberinto es hacerte dudar,
aislar tu mente hasta el extremo de que no te importe morir para
evitarlo, y es precisamente en ese instante cuando estás preparado
para dejarlo atrás. Y es entonces cuando descubres que puedes volar
y nunca se te ocurrió intentarlo porque dabas por hecho que los
hombres no vuelan, que los hombres sólo pueden caminar, correr, o
pararse y dejarse morir.
Mientras pienso esto, sobrevuelo
kilómetros y kilómetros de laberinto, y veo a otras muchas personas
que lo recorren, que se sientan, que golpean las piedras hasta
destrozarse las manos y el alma; incluso veo a personas quietas,
temblorosas, decepcionadas, absortas en la contemplación estática
de un rincón que supone su final, porque el resto del camino
recorrido hasta llegar a ese rincón no ofrecía ningún tipo de
respuesta ni, sea dicho, una promesa de que tal respuesta se hallase
al fondo del pasillo, y ya no tienen ganas de desandar sus pasos. Ni
tiempo. Esas personas son las víctimas del laberinto. No puedo
evitar un esbozo de tristeza al tener la certeza de su situación:
son las que nunca podrán dejarlo, las que un día se unirán a esos
acantilados de esqueletos y cadáveres recientes que se encuentran al
final del laberinto que comienzo a divisar, a mi derecha.
Ante mí se abre un mar de un azul entre
cobalto y más oscuro, pero tampoco importa lo más mínimo, porque
el azul me gusta en todos sus tonos y matices, y siempre consigue
relajarme.
Playas
de arena, y otras sólo de piedra, separan el mar de una tierra en la
que van posándose el resto de los que decidieron escapar. También
hay gaviotas. Y también hay ausencias que me dicen que alguien
escapó y se rindió ante la inmensidad del mar, o debido a ella –
que no es lo mismo.
"quiero que me veas llorar" por lisardo díez llamazares se encuentra bajo
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