Relato presentado al Concurso de Relato "de buena fuente" (2011), convocado por el Ayuntamiento de Logroño con el tema "el ferrocarril a su paso por Logroño"
–
¿Te falta mucho para llegar?
– No
mucho, cariño. Acabamos de pasar por Haro.
–
Entonces salgo ya hacia la estación
–comentó–. Nos vemos allí.
– No
hace falta que vayas, –dije– prefiero que no lo hagas. Me apetece
dar un paseo a solas de vuelta a casa. Ya sabes... cosas mías.
–
Como quieras, – contestó
comprensiva– entonces nos vemos aquí.
Guardé el móvil en el bolsillo
interior de la chaqueta, y con un gesto pedí disculpas a la chica
que viajaba a mi lado por haber interrumpido su sueño. Su mirada
pareció aceptar las disculpas; o tal vez fuese de total
indiferencia, producto de su aún incompleto despertar.
(...)
La vía y el Ebro dibujan, sobre el
mapa, garabatos que se aman, trazos emparejados, constante fluir de
vidas de agua. En ocasiones, sólo en ocasiones, se abrazan en
furtivo beso que apenas dura unos segundos para, un instante después,
volver a distanciarse. Algo similar ocurre con ciertas personas
–pienso– para quienes el momento preciso de conocerse es también
ese mismo punto de partida y no retorno de sus vidas, divergentes,
como suelen serlo, por naturaleza.
Vistos desde este asiento del vagón,
Briones y Cenicero se me antojan miradores, balcones, rostros urbanos
de mirada acristalada que escruta un patio inmenso de campos
cultivados donde atareadas hormigas humanas trabajan incansables para
merecer después un ocio amistoso, al calor de sarmientos en bodega.
Al calor de vidas compartidas.
La distancia hasta Logroño –aventuro
mientras llegamos a Fuenmayor– se podría calcular por la
frecuencia creciente con que las naves industriales captan la
atención del viajero. En un gradiente continuo que cada vez me
acerca más a la ciudad, los conceptos de rural
y urbano
se mezclan y difuminan para solapar su significado, dando lugar a una
entidad plural que es mucho más que la simple suma de sus elementos
individuales.
Poco a poco, al compás asumible de
una sonata metálica de tren sobre raíles, mi corazón se sosiega al
aproximarse a la que ahora es su casa. Por estar llegando, tras una
breve e inevitable ausencia, a esta ciudad que hace años adopté
como mi hogar, logrando convertir los gentilicios derivados de
anteriores residencias en circunstancias de un tiempo ya pasado.
El camino sinuoso recorrido hasta
ahora da paso, al llegar a la ciudad y penetrar entre sus barrios
verticales, a un trazado que se acomoda a los designios lineales y la
geométrica sencillez de los ingenieros. El amplio valle ferroviario
se cierra en un angosto cañón hormigonado que, tras un remanso de
curva perfecta, se abre nuevamente para desembocar en avenida y
llanura de fin de viaje.
Al comprobar el estado de las obras
del soterramiento, pienso que una ciudad siempre gana cuando las
trincheras de un frente dejan de ser frontera y se cubren para
transformarse en foro de proximidad y encuentro.
Acaso
–concluyen mis argumentos– este sea, en adelante, un cauce
ajardinado que recoja las voces y risas de niños que jugarán en
nuevas riberas, acariciadas por el sol apocado, en futuras tardes
otoñales como la de hoy.
Ya he llegado. Ya he vuelto. Y un
largo y despreocupado paseo me encamina, sin saberlo, desde la
estación hasta el río; sin ningún motivo en especial. Sólo porque
al pasear consigo encontrarme completamente en fase con el ritmo
vital de la ciudad.
Hay quien habla de Logroño como
ciudad de paso –supongo que todas las ciudades son siempre ciudades
de paso para quien decide
no permanecer en ellas– pero mi experiencia me dice, como me
susurró ya hace años, que es una ciudad para quedarse. Una ciudad
para ser acariciada con los pasos tranquilos de quien tiene la suerte
de habitarla o visitarla en algún momento.
Me
río por dentro al encontrarme, de repente, haciendo un cálculo
estimativo cuyo resultado viene a sentenciar que sus habitantes
recorren, cada día, entre todos, varios ‘Caminos
de Santiago’ por sus
calles y plazas.
Kilómetros, personas y pensamientos
desordenados me acompañan hasta el puente. Me detengo a respirar el
aire fresco del anochecer mientras sus piedras regalan el poco calor
que han conseguido atesorar durante la tarde.
El
río es ahora un lienzo negro sobre el que, errática, la silenciosa
corriente pinta distorsiones de luces de una ciudad que comienza a
silenciarse en su propio reflejo.
En la lejanía, fuera incluso de los
márgenes del cuaderno neuronal donde mentalmente anoto estas ideas,
se escucha el sonido agudo y mantenido de la bocina de un tren que se
aleja; bocina de lamento por esa gente que se va para seguir
atravesando nuevas ciudades de camino a ninguna en particular.
Pero yo me quedo.
Yo decido quedarme y permanecer en
esta estación para seguir esperando el futuro –cualquier futuro,
todos los futuros– como ese resultado incierto de la suma periódica
de nuevas estaciones.
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