viernes, 15 de febrero de 2013

ciudad de pasos

Relato presentado al Concurso de Relato "de buena fuente" (2011), convocado por el Ayuntamiento de Logroño con el tema "el ferrocarril a su paso por Logroño"

– ¿Te falta mucho para llegar?
– No mucho, cariño. Acabamos de pasar por Haro.
– Entonces salgo ya hacia la estación –comentó–. Nos vemos allí.
– No hace falta que vayas, –dije– prefiero que no lo hagas. Me apetece dar un paseo a solas de vuelta a casa. Ya sabes... cosas mías.
– Como quieras, – contestó comprensiva– entonces nos vemos aquí.

Guardé el móvil en el bolsillo interior de la chaqueta, y con un gesto pedí disculpas a la chica que viajaba a mi lado por haber interrumpido su sueño. Su mirada pareció aceptar las disculpas; o tal vez fuese de total indiferencia, producto de su aún incompleto despertar.

(...)

La vía y el Ebro dibujan, sobre el mapa, garabatos que se aman, trazos emparejados, constante fluir de vidas de agua. En ocasiones, sólo en ocasiones, se abrazan en furtivo beso que apenas dura unos segundos para, un instante después, volver a distanciarse. Algo similar ocurre con ciertas personas –pienso– para quienes el momento preciso de conocerse es también ese mismo punto de partida y no retorno de sus vidas, divergentes, como suelen serlo, por naturaleza.

Vistos desde este asiento del vagón, Briones y Cenicero se me antojan miradores, balcones, rostros urbanos de mirada acristalada que escruta un patio inmenso de campos cultivados donde atareadas hormigas humanas trabajan incansables para merecer después un ocio amistoso, al calor de sarmientos en bodega. Al calor de vidas compartidas.

La distancia hasta Logroño –aventuro mientras llegamos a Fuenmayor– se podría calcular por la frecuencia creciente con que las naves industriales captan la atención del viajero. En un gradiente continuo que cada vez me acerca más a la ciudad, los conceptos de rural y urbano se mezclan y difuminan para solapar su significado, dando lugar a una entidad plural que es mucho más que la simple suma de sus elementos individuales.

Poco a poco, al compás asumible de una sonata metálica de tren sobre raíles, mi corazón se sosiega al aproximarse a la que ahora es su casa. Por estar llegando, tras una breve e inevitable ausencia, a esta ciudad que hace años adopté como mi hogar, logrando convertir los gentilicios derivados de anteriores residencias en circunstancias de un tiempo ya pasado.

El camino sinuoso recorrido hasta ahora da paso, al llegar a la ciudad y penetrar entre sus barrios verticales, a un trazado que se acomoda a los designios lineales y la geométrica sencillez de los ingenieros. El amplio valle ferroviario se cierra en un angosto cañón hormigonado que, tras un remanso de curva perfecta, se abre nuevamente para desembocar en avenida y llanura de fin de viaje.

Al comprobar el estado de las obras del soterramiento, pienso que una ciudad siempre gana cuando las trincheras de un frente dejan de ser frontera y se cubren para transformarse en foro de proximidad y encuentro.
Acaso –concluyen mis argumentos– este sea, en adelante, un cauce ajardinado que recoja las voces y risas de niños que jugarán en nuevas riberas, acariciadas por el sol apocado, en futuras tardes otoñales como la de hoy.

Ya he llegado. Ya he vuelto. Y un largo y despreocupado paseo me encamina, sin saberlo, desde la estación hasta el río; sin ningún motivo en especial. Sólo porque al pasear consigo encontrarme completamente en fase con el ritmo vital de la ciudad.

Hay quien habla de Logroño como ciudad de paso –supongo que todas las ciudades son siempre ciudades de paso para quien decide no permanecer en ellas– pero mi experiencia me dice, como me susurró ya hace años, que es una ciudad para quedarse. Una ciudad para ser acariciada con los pasos tranquilos de quien tiene la suerte de habitarla o visitarla en algún momento.
Me río por dentro al encontrarme, de repente, haciendo un cálculo estimativo cuyo resultado viene a sentenciar que sus habitantes recorren, cada día, entre todos, varios ‘Caminos de Santiago’ por sus calles y plazas.

Kilómetros, personas y pensamientos desordenados me acompañan hasta el puente. Me detengo a respirar el aire fresco del anochecer mientras sus piedras regalan el poco calor que han conseguido atesorar durante la tarde.
El río es ahora un lienzo negro sobre el que, errática, la silenciosa corriente pinta distorsiones de luces de una ciudad que comienza a silenciarse en su propio reflejo.

En la lejanía, fuera incluso de los márgenes del cuaderno neuronal donde mentalmente anoto estas ideas, se escucha el sonido agudo y mantenido de la bocina de un tren que se aleja; bocina de lamento por esa gente que se va para seguir atravesando nuevas ciudades de camino a ninguna en particular.

Pero yo me quedo.

Yo decido quedarme y permanecer en esta estación para seguir esperando el futuro –cualquier futuro, todos los futuros– como ese resultado incierto de la suma periódica de nuevas estaciones.





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