sábado, 6 de julio de 2013

microtextos I

Por ir concluyendo....

- Y, al final, ¿en qué acabó el tema?
- Pues nada.... al final, TODO.

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viernes, 5 de julio de 2013

quiero que me veas llorar (final)

(Parte del capítulo final del relato "quiero que me veas llorar", escrito como terapia del alma allá por 2004)
 

... y sé que no hace falta decir lo que pienso, porque ella ya lo sabe todo; y también ella se calla las cosas que ambos sabemos, porque no hace falta decirlas.

– Quiero dormir cada noche abrazado a ti, y que me perdones todo lo que me puedas perdonar – le susurro a los ojos – y despertarte cada mañana siguiente con un beso que me devolverás porque esa noche me has vuelto a perdonar.
– Yo también lo quiero – responde Tania –. Quiero que me veas llorar siempre que lo haga, porque estoy cansada de impedírtelo; porque – continúa – yo también soñé una noche con el laberinto y te vi pasar y supliqué en silencio, o a gritos que parecías no escuchar, que me ayudases, y llegué a pensar que te habías ido, que tenías tanta prisa por llegar a la playa que no me habías visto llorar en mi rincón, al final de mi pasillo.

Y si ahora lloramos juntos es porque los dos logramos escapar y ahora estamos aquí, – se detuvo un instante, reconociéndose en ese ángel que dibujaba el infinito en un cristal mientras observaba las luces de la ciudad para asegurarse de que no veía ninguna línea verde – porque tú sigues vivo y yo acabo de descubrir que nunca lo estuve tanto como en este momento.

Posó sus labios sobre los míos, intentando que ese beso durase para siempre. Lo hizo de una forma dulce, suave y delicada, procurando no hacerme daño – y no lo hizo, nunca lo hace – y pienso, por vez última, en un laberinto y en un viaje que, ahora sí, se acababan de convertir en un sueño lejano y pasado de fecha.

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quiero que me veas llorar (capítulo 1)

 (Parte del capítulo inicial del relato "quiero que me veas llorar", escrito como terapia del alma allá por 2004)

1.
He soñado. Y no se puede decir que el mero hecho de soñar sea algo importante en sí mismo, pero sí lo es cuando no se hace durante meses o, si se hace, al llegar el día no recuerdas haberlo hecho. Supongo que hay muchas situaciones en las que resulta difícil saber si algo ha sucedido, quisieras que hubiese sucedido o, también, sí que ha sucedido pero tú mismo no has sido consciente de ello. Da igual. Ahora mismo me siento bien porque sé que he soñado, a pesar del propio sueño, a pesar de los remordimientos, a pesar de las lagunas que se me presentan en algunos pasajes al intentar recordarlo; a pesar de que mi empeño por intentar describirlo no alcance a mostrar todos los detalles particulares ni la esencia misma que hace que para mí sea un sueño especial y, aunque recurrente, distinto.

Estoy caminando por un laberinto de paredes altas y verticales que impiden ver lo que hay más allá, aunque algo hace presagiar que no hay nada más allá, sólo hay más de lo mismo, todo es laberinto. Estoy en un laberinto con un suelo enlosado y húmedo sobre el que crece, cuando encuentra una pequeña grieta, algo de hierba que consigue dibujar una cuadrícula imperfecta de piedras que se deslizan ante mí o sobre las que, más bien, deslizo unos pasos lentos, repetidos, apagados. En los charcos se refleja el cielo que hoy, de puro gris, parece querer caerse del todo y dejar de estar a su nivel, como si quisiera bajar aquí y aplastar todo lo que encuentre en su descenso, incluyendo las paredes, la escasa hierba, y a mí mismo.

No hay pájaros o, al menos, no se escuchan. No hay ningún indicio de vida ruidosa que me permita ubicar este escenario. Decido seguir recorriendo los pasillos para cerciorarme de que me encuentro solo, para agotar todas las opciones; para, tal vez, no arrepentirme nunca en un futuro de no haberlo hecho, de haberme rendido.


Se escucha una voz que dice que esto es lo que hay, que esta desconcertante simetría es el único mundo que me corresponde, que afronte la realidad de suelos mojados, paredes infranqueables y cielos desafiantes. Me planteo esa posibilidad, y ese planteármelo dura algo así como un segundo, no más. Me niego a creérmelo. Me niego a pasar el resto de mi vida viendo crecer y agostarse unas hierbas raquíticas en cualquier caso; me niego a ver cómo se forman y se deshacen charcos inconsistentes ante mis pies descalzos; me niego a quedarme mirando ese cielo desde aquí; me niego a sentarme y dejar que pase el tiempo; me niego a dejar que pase el tiempo y sentarme.

Y entonces me elevo sobre los muros, flotando con una sensación de alivio interior que no repara en que cuanto más ascienda más dolorosa sería una más que probable caída – a fin de cuentas, es la primera vez que vuelo –, siento esa inseguridad que me late en el cuello y que me hace temblar. Pero no, no caigo al suelo, y ya he sobrepasado la parte alta de los muros y puedo indagar nuevos paisajes a mi alrededor.

No hay elementos que me permitan orientarme aunque, bien pensado, eso no importa porque ni sé dónde estoy ni hacia dónde ir. Recuerdo ese cuento de Ícaro que nos hicieron leer en la escuela. A sabiendas de que rompe con lo establecido, de que desbarata planes impuestos de antemano por alguien externo a él mismo, a pesar de implicar algún rasgo de suicidio premeditado o, más bien, resultado de muerte consentida, Ícaro no duda en su empeño por escapar de la seguridad del laberinto; una seguridad que no aporta nada, salvo esa seguridad de sentirse a salvo de un mundo exterior que desconoce y no duda en suponer peligroso. Hace años que lo leí y lo entendí, pero sólo en este momento significa algo para mí, porque ahora soy yo el que se niega a una existencia acomodada a unas reglas que no quiero obedecer.

¿Dudó Ícaro sobre lo que iba a hacer? ¿Cuánto duró esa lucha entre sus deseos de algo y su miedo a lo desconocido? ¿Dudó Ícaro porque él no había leído su cuento en la escuela?

Seguramente esa duda, que se hacía más real a medida que se acercaba el momento de escapar, siempre estuvo ahí dentro, porque el fin último del laberinto es hacerte dudar, aislar tu mente hasta el extremo de que no te importe morir para evitarlo, y es precisamente en ese instante cuando estás preparado para dejarlo atrás. Y es entonces cuando descubres que puedes volar y nunca se te ocurrió intentarlo porque dabas por hecho que los hombres no vuelan, que los hombres sólo pueden caminar, correr, o pararse y dejarse morir.

Mientras pienso esto, sobrevuelo kilómetros y kilómetros de laberinto, y veo a otras muchas personas que lo recorren, que se sientan, que golpean las piedras hasta destrozarse las manos y el alma; incluso veo a personas quietas, temblorosas, decepcionadas, absortas en la contemplación estática de un rincón que supone su final, porque el resto del camino recorrido hasta llegar a ese rincón no ofrecía ningún tipo de respuesta ni, sea dicho, una promesa de que tal respuesta se hallase al fondo del pasillo, y ya no tienen ganas de desandar sus pasos. Ni tiempo. Esas personas son las víctimas del laberinto. No puedo evitar un esbozo de tristeza al tener la certeza de su situación: son las que nunca podrán dejarlo, las que un día se unirán a esos acantilados de esqueletos y cadáveres recientes que se encuentran al final del laberinto que comienzo a divisar, a mi derecha.
 

Ante mí se abre un mar de un azul entre cobalto y más oscuro, pero tampoco importa lo más mínimo, porque el azul me gusta en todos sus tonos y matices, y siempre consigue relajarme.

Playas de arena, y otras sólo de piedra, separan el mar de una tierra en la que van posándose el resto de los que decidieron escapar. También hay gaviotas. Y también hay ausencias que me dicen que alguien escapó y se rindió ante la inmensidad del mar, o debido a ella – que no es lo mismo.

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