viendo nevar (como en los cuentos)

(Escrito hace años para animar a una buena amiga que no acababa de encontrarse del todo. Todavía hoy, cuando paso por ese parque de León, suelo sentarme unos minutos en ese mismo sitio de ese mismo banco de madera, junto a las farolas azules y el estanque triangular. Incluso aunque sea verano y no nieve.)


Acostado sobre su asteroide, el principito sintió cómo una leve brisa se tornaba vendaval jugando a robarle la bufanda y a enfriar su cara. Y desde allí, por vez primera, vio nevar.

Se extasió, a solas, contemplando la calma caótica de los copos al caer sobre un cercano planeta. Vio a los copos riendo durante un temeroso viaje de caída libre hacia lo desconocido. También advirtió una compartida y creciente preocupación a medida que se iban acercando al suelo.

En la cercanía de su final, se hacían conscientes de que hubiera sobrado tanta risa; en el suelo había charcos, y eso no era del todo bueno. En el suelo había sal, y eso tampoco era del todo bueno. En el suelo había fuego de motores y chimeneas, y eso era lo peor.

El principito quiso avisar a los copos de arriba, pero no le hicieron caso; ellos estaban bien, y caían despacio, como si por esa mínima velocidad ese final no estuviese tan presente como siempre.

- Pero, de todos modos, llegaréis al suelo. – les dijo el principito – Yo no voy a fundirme en una chimenea. Yo no voy a ahogarme en ese estanque triangular. Vosotros sí.
- Nosotros somos fuertes – contestaron los copos – somos hidrógeno y oxígeno dispuestos en la combinación espacial termodinámicamente más estable.
- Pues precisamente por eso – repuso el principito – por cuestiones de térmica y de dinámica, por eso mismo digo que sois frágiles.
- Somos fuertes – sentenciaron los copos más altivos, al tiempo que seguían cayendo.

Protegiendo su pálido rostro con su inmaculada bufanda, el principito volvió a dirigir su mirada hacia los copos de la parte inferior, que cada vez se hallaban más cerca de comprobar la escasez de suerte (si es que existía para alguien) que se repartía en la superficie del planeta.

Unos cayeron sobre el césped, juntos, apretados, dándose frío unos a otros para preservar sus débiles (no eran fuertes) cristales. Resistieron.

Otros muchos cayeron sobre la madera de un banco, y se sintieron afortunados por lo mullido de su mundo (obviando, claro está, que la madera fría es menos fría que el suelo frío).

Un copo solitario, y todo lo antisocial que se le permite ser a un copo en momentos de ventisca, alcanzó a posarse sobre el metal azul de una farola… y murió al instante.

Miles de ellos cayeron en el estanque, y hubieran cuajado de no haber dejado de nevar. Pero no siguió nevando. Es más, (lo que para los copos suele ser menos) el sol asomó, tímido al principio y orgulloso en exceso después, entre las nubes que empezaban a desvanecerse.

Todos los copos, desde su nacimiento, se sabían efímeros, entidades transitorias; sabían que un día morirían, al convertirse nuevamente en agua.

Pongamos que el copo antisocial de la farola había muerto antes, incluso, de que dejase de nevar, dejando un rastro acuoso sobre su tumba de acero.

Los confundidos copos de la madera se fueron yendo poco a poco, penetrando en las rendijas en un acalorado intento de venganza imposible hacia quien, aclararemos, tampoco era su verdugo y fue, no hace tanto, su “mullido mundo particular”.

Murieron también, ahogados, todos y cada uno de los copos del estanque.

Sobrevivieron unas horas, y sólo los del lado de la sombra, los que habían caído en el césped. Pero también murieron. Es inevitable cuando se es un copo de nieve. (También es inevitable, aunque menos efímero, en el caso de las personas, pensó el principito desde su posición alejada pero no por ello ajena al dolor de los copos).

Al final, desolado, el principito comprobó que todos esos copos (decían que eran fuertes) ya no existían; ya sólo eran restos de agua sucia.

Aun así, se le iluminó el gesto al descubrir que las gotas surgidas de los que murieron en el estanque estaban con otras gotas, con millones de otras gotas, todas iguales entre sí (…).

La gota de la farola se evaporó tras su muerte y, algún día, volverá a ser copo y entonces buscará un mejor lugar donde caer, porque ha aprendido la lección, y tal vez esa próxima vez tenga menos reparos hacia sus copos-hermanos.

Las gotas vengativas de la madera intentarán, en vano, pudrir ese banco; no lo conseguirán del todo, porque hoy día los bancos de madera vienen de fábrica con barnices especiales anti-copos y anti-gotasdeaguaengreídas.

Los copos-gota-afortunados del césped conocerán el suelo y el subsuelo, y antes habrán conocido los guantes de lana de un niño que juega, y habrán sido un muñeco de nieve… y más tarde conocerán raíces y plantas y alguno, tal vez, será flor cuando llegue la primavera.

- No es justo, – pensó el principito con una cada vez más evidente tristeza – no entiendo por qué tiene que haber tanta diferencia entre la suerte de los más afortunados y la de los otros copos.

Y una lágrima, engendrada a medias por la rabia y la impotencia, resbaló por su cara donde, por el frío y pese a la sal, se convirtió en un inmaculado y perfecto copo de nieve; su propio copo de nieve.

Se despidió de él, deseándole suerte en su viaje, y el copo, volviéndose en la medida que su complicada geometría le permitía, le contestó:

- Suerte para ti en tu asteroide si es que te vas a quedar en él, - dijo el copo - porque yo podré morir de mil formas que por ahora son mil incógnitas, pero cada una de ellas lleva pareja una forma de vivir, mil formas de vivir; dentro de lo que cabe – añadió con cierto tono de prepotencia – yo puedo elegir, pero tú, principito, sólo puedes resignarte a soportar tu propia y única existencia que, no lo olvides, finaliza al morir. No hay estado de gota para los humanos, ni para los principitos de cualquier tipo.

El principito, al escucharlo, pudo hacer dos cosas:
  • quedarse y seguir llorando nuevos copos o lágrimas,
  • saltar de su asteroide y afrontar la segura muerte a cambio de lo vivido en el camino…
(...)
 
¿Qué hizo el principito? Dime, ¿qué hizo? Seguro que lo sabes.

Yo también lo sé, y sé que lo que hizo fue lo mejor que podía hacer si tenemos en cuenta que en el asteroide también moriría, y allí no había ni estanques, ni farolas azules, ni césped ni, por supuesto, bancos de madera en un parque.




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