lunes, 18 de noviembre de 2013

caminos gastados

Microrrelato presentado al VI Concurso de Relato Breve "Relatos con Zapatos" convocado por la Fundación Cajarioja
Arnedo (La Rioja) 2013



Supongo que nací sin zapatos. No conservo ninguna fotografía que pueda hacer pensar lo contrario. Mis primeras apariciones en el escenario de este mundo se produjeron, al parecer, calzando unos patucos de hilo de un blanco inmaculado. De eso sí que hay alguna imagen en ese álbum familiar que mis padres guardan en su casa.

Aunque he visto cientos de veces los retratos iniciales de mi niñez, sigo sin poder recordar qué vestían mis diminutos pies durante esos meses que los bebés pasan entre la cuna y los brazos de mamá y otras personas. Intuyo que no se necesita nada especialmente resistente para unos pies que aún no caminan. Así suele ser.

Y entonces llegaron a mi vida unos zapatos cedidos -no sin cierta desgana- por mi hermano mayor, en metáfora perfecta que me regalaba las patadas que probablemente él mismo me habría dado si dar patadas a un niño fuese política o fraternalmente correcto. Desconozco su particular opinión al respecto.

Poco antes de mi primer tropiezo llegó ese primer paso que papá no pudo inmortalizar en vídeo. No sé si fue por estar demasiado ocupado, o porque en aquellos años no existían cámaras de vídeo asequibles para una típica familia de la típica clase media. 

Vamos, lo típico. Te empeñas en dar todo lo que hay en ti, para por fin colocar tu cuerpo en vertical y lanzarte a la aventura de andar, y entre el público no hay siquiera unas manos que rompan en aplausos. Esas manos sólo llegan para levantarte de la alfombra tras los dos pasos y medio que estrenan tu nueva condición de caminante.

Por lo visto, y a juzgar por las palabras que verbalizaban un cariño materno seguramente nada objetivo, a partir de ese momento me convertí en la atracción del hogar. Cada una de mis caídas era acogida con ternura y esas habituales voces adultas distorsionadas por los ecos de una aún reciente paternidad: Veeeeeeengaaaaaaa, otro pasiiitoooooo...

Al año siguiente, cuando el tamaño del salón resultó ser inadecuado para colmar mis infantiles curiosidades, el pasillo pasó a ser mi pista de entrenamiento. Un pasillo largo, estrecho y amenazante, repleto de obstáculos en forma de macetas, perchero, paragüero o felpudo. En ocasiones, incluso, mi descalabrado trote era interrumpido por choques accidentales contra obstáculos móviles con cuerpo de hermano o disfrazados de madre atareada que salía de las habitaciones sin mirar. Todos me decían que dejase de correr, que en casa no se corre, que parase quieto... lo cierto es que nunca me apeteció obedecer sus órdenes ni sus censuras.

Poco a poco mi estilo de carrera doméstica se fue depurando, haciéndome merecedor de unas zapatillas deportivas nuevas. Sin estrenar. Sin trámite alguno de herencia. Sólo mías. Mías para mí. Tan mías como sus cordones grises, cuya exagerada longitud se convertía en un reto recurrente al inicio de cada día.

Fue mi madrina quien, con una especie de juego, me enseñó a anudar esos cordones. Doble lazada, todo un compendio del saber que, al principio, asombró a los demás niños del parvulario. Ellos -según tengo entendido- corrían menos que yo y sí que paraban quietos en sus casas; acaso sus pasillos fuesen largos y estrechos remansos de tranquilidad sin carreras de fondo.

Pronto el doble nudo se convirtió en la norma del recreo, y la novedad se fue diluyendo a medida que mis pies crecían y demandaban otras experiencias en nueva tierra que pisar. Y más nudos en más cordones.

Para intentar dormir por las noches, combatiendo la ausencia de calefacción en la casa del pueblo, mis pies solían abrigarse al calor de un fuego granate de lana. En su femenina paciencia, mi abuelita Tina tejía patucos para todos sus nietos. Yo la ayudaba al resucitar algunas prendas viejas en nuevos ovillos, y su peculiar forma de agradecer mi más que limitada colaboración consistía en regalarme esos pares de patucos rojos con mayor frecuencia que al resto de mis primos, siempre de la exacta medida de unos pies que añadían milímetros sumando hojas del calendario.

Al llegar la primera comunión descubrí lo desastrosamente horribles que pueden llegar a ser los mocasines negros en los pies de un niño. Por suerte para mí, las sucesivas comuniones que siguieron a la primera siempre caían en domingo, y así sólo uno de cada siete días mi indomable personalidad era conducida temporalmente al redil de los mocasines, los calcetines de hilo (mismo hilo blanco de aquellos pretéritos patucos), y unos pantalones cortos que nunca llegué a adivinar si lo eran por moda o como reflejo de una depauperada economía familiar.

Por extrañas paradojas de un destino caprichoso y bromista, esa misma semana llegó a mi vida un invento que desterraba al pasado los dobles nudos y cordones grises de mi más reciente historia personal. El cierre con velcro de unas zapatillas blancas fue el mejor antídoto contra ese tedioso negro de los zapatos de los domingos.

A una infancia de no parar le sobrevino un creciente sosiego de juventud. Madurez y cansancio a partes iguales, creo. Y, aunque de modo menos impulsivo que hasta entonces, continué caminando.

Comencé a disfrutar de pasos dados sin un destino previsto. Lentos paseos por las calles, o en plazas vacías de cualquier ciudad. Pasos improvisados que, al chocar contra el suelo, sonaban arrastrados o ágiles, según fuese el momento. Sobre todo, según fuese el ánimo y el ritmo del latir de mis propios pies.

Todavía hoy, sea por terapia o necesidad, suelo quitarme los zapatos para sentir en la piel las certezas vitales de textura y frío de adoquines. Caminar descalzo por una ciudad vacía me hace sentir a gusto conmigo mismo. Caminar descalzo por una ciudad llena de gente hace que te tomen por loco. En resumen, y por acercar posturas, camino descalzo conmigo mismo y con mis mismas locuras.

Cada paso dado, desconocedor de su real importancia, se suma a todos esos pasos ya consumidos que alguna vez me llevaron a lugares tan inciertos y remotos como deseados. Moviéndome en caminos frecuentemente equivocados, siempre existirán otros pasos que, al desandar mis errores, corrijan rumbos para prevenir reproches.

Tengo la no pretendida y extraordinaria suerte de recordar cuantos pares de zapatos o zapatillas han abrazado mis pies en los momentos más especiales. Zapatos que se ensuciaron durante una fiesta o la pisaron a ella al bailar. Zapatillas para conducirme a solas, mientras respiro calma de amaneceres. Botas de trabajo pisando bosque y riberas. De la niebla de otoño a los soles de agosto, mojados de lluvia y rocío, mis pasos indagan lunas en el reflejo acuoso del sur de mis ojos. Zapatos que, hechos de abandono, vagan barrios desolados en la incierta búsqueda de paraísos plurales.

Llegado a casa, unos pies cansados deambulan rendidos. Caen gotas de tarde sobre la alfombra hasta inundar de noche todos los rincones, ya casi llenos de oscuridad y vacío. Y las horas se desgastan entre ruinas de presente.
Vendrán futuros. Quedan vidas por venir. Vendrán, para fabricar mis anhelos, esos días sin curtir que todavía hoy no existen. Sucesivos pares aún por estrenar. Caminos multiplicados en los que aleatorias huellas, hechas de suelo, sonarán canciones improvisadas en partituras de asfalto.

El mar que me sostiene, ese mismo que me ahoga, susurra al alma palabras de arena y latidos de sal que van muriendo en la orilla. De todas las playas recorridas -pienso- siempre la mejor es la siguiente, esa que aún está por descubrir. Sueño que duermo. Enterradme descalzo. Quiero caminar, desnudo, cada recuerdo de mis varios cielos...

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